miércoles, 20 de agosto de 2008

Engaña y dividirás

Habían nacido dos becerros de la misma vaca. Ni bien hubieron pisado el mundo, ambos mugieron enérgicamente, como haciéndose conocer de buena gana.

Desafortunadamente no tardaron en ser separados. Uno se quedó donde había nacido, con los campesinos, bajo las estrellas y junto al sol. Mientras tanto, el otro fue llevado a la ciudad por unos señores tan serios como apurados. Vestían de etiqueta. Daba la impresión que aquellos hombres se interesaban más en regatear el precio que en adquirir al animal.

Así, ambos hermanos no supieron del otro desde entonces.

Muchos años después, sin embargo, las circunstancias los unieron en un ruedo.

Por aquellos tiempos los diarios anunciaban la invención de maquinas inteligentes de arado que trabajaban por sí solas; así también se publicaba el descubrimiento de carne a base de plantas, que aseguraba el gusto por la ingeniería en los niños que la ingieran. Con todo ello, se vieron innecesarios los bueyes y las vacas.

Al Presidente de la República se le ocurrió, entonces, construir una plaza de toros.
Allí se celebrarían, para deleite de quienes pudieran pagar, enfrentamientos entre los rumiantes. Precisamente allí habían sido conducidos los hermanos. Pero no podían reconocerse. Y ambos no pensaban más que en eliminar a su oponente.

Ya llevaban mucho tiempo luchando. Y ya estaban sangrando, pero al público parecía no importarle. Estaban tan entretenidos calculando los beneficios que sus inversiones les redituarían; así como pensando en qué podían volverlos a invertir, que no tenían tiempo para interesarse en los dolores de quienes los habían alimentado con su carne a ellos y a sus hijos.

Finalmente, de manera inesperada, y para complacencia de la concurrencia, ambos se desplomaron sobre el ruedo, con sus cuernos clavados en el cuerpo del hermano.

Asimismo, hombres peruanos, hace dos décadas, hermanos contra hermanos nos vimos enfrentados. No nos habían puesto más objetivo que eliminar al otro para sobrevivir nosotros. La población peruana fue enrolada en una lucha irracional fomentada por los poderosos. Mientras nos liquidábamos, otros nos contemplaban a distancia.
Por un lado, las fuerzas armadas, enardecidas y adoctrinadas en la constitución, salían a someter a quienes atenten contra la integridad y la democracia de la patria. Por otro lado, los campesinos, testigos y sobrevivientes de un centralismo indiferente veían en sus hermanos uniformados a un peñasco que les impedía conseguir justicia; un peñasco del que sólo se desharían desabarrancándolo.

sábado, 16 de agosto de 2008

Error y amarguras

Su madre se lo había advertido: “Cuídate de hacer el mal o te vas a pesar por ello”.

Era domingo, aún muy temprano, pero Pablo Viera, como un condenado esperando su ejecución, no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Fueron las horas más angustiantes de su vida.

Aunque no tenía siquiera treinta años, los estragos de una vida agitada y concupiscente ya enturbiaban su semblante. Parado frente al espejo del baño, contemplaba, asqueado, la degeneración que su reflejo le devolvía. La vigilia de preocupaciones le había amargado el ánimo. Se encontraba en un lío. Y no había más responsable que él, lo admitía.

Sucede que hace cuatro meses que se estaba acostando con Celeste Montalván, una cuarentona desposada con un matarife tan suspicaz como inescrupuloso. Vendía fruta en el mercado para ayudar a solventar los gastos domésticos. Su marido, un diabético cincuentón y cascarrabias, hace tiempo que no le cumplía como hombre. Su régimen de trabajo le permitía permanecer tres días con la esposa para luego viajar a provincia y no regresar hasta la siguiente semana. Por ello, consciente de la deslumbrante vigencia de su mujer, tuvo muy presente resguardarla de los buitres en su ausencia, y qué mejor que encomendarla a sus hermanos, pues en la vida se le iba a ocurrir que eran ellos los primeros en intentar “adornarlo”.

Un día que Lorenzo Alvarado, el marido de Celeste, se encontraba en casa tratando de componer una radio, sin querer, produjo un cortocircuito. Entonces llamó a un electricista. Ya que no tenía cómo pagarle, acordaron que se quedara a almorzar en casa. Al término de la comida, Celeste había quedado fascinada. Aquella calculada indiferencia a la que se vio sometida durante la conversación hizo renacer en ella el sentido del desafío. Ya se retiraba el menestral cuando Lorenzo le pidió a su mujer que lo acompañe a la puerta. “No nos ha dicho su nombre” lo tentó camino a la salida. “Pablo, Pablo viera” respondió él. “Bueno, Pablo, ya conoce la casa” le susurró ella.

Su madre lo había visto salir de aquel lugar. Conocía de sobra la sumisión que aquella mujer ejercía sobre los hombres. Aunque no sospechaba de su hijo, la inquietud empañó su corazón. “Esa mujer puede ser hermosa, pero sus pasos corren a la perdición. Se te puede insinuar, pero recuerda que es casada”. Siempre sucedía así. Cuando Pablo tenía un embrollo en mente, su madre, al verlo tan ensimismado, le alcanzaba alguna anécdota que a veces lo disuadía de sus tentativas. Era como si le leyera la mente. Ese fenómeno sólo podía explicarse como una manifestación del Espíritu Santo presente en su madre.

Aprovechando la ausencia del marido. Pablo acudía a la casa para inspeccionar las instalaciones y no salía hasta muy entrada la noche. Tantas visitas despertaban la envidia de los vecinos y la indignación de las señoras.

Para cuando se dieron cuenta, los amantes estaban en boca de todo mundo. Mal pagarían su travesura. Cuando Lorenzo se enteró de la traición, canceló sus compromisos con una empresa prometedora y tomó el primer bus de regreso. Tenía pensado desamparar a la felona en un divorcio devastador. En cuanto al atrevido, no veía mejor castigo que un duelo de navajas.

Pablo no calculó la envergadura de las consecuencias que su insolencia le acarrearía. Su madre lo había prevenido de enrolarse con mujeres casadas. Como si no fuera suficiente con su arrepentimiento, recibió una llamada que terminó por desconcertarlo. Era el marido burlado: “Quiero que estés listo, porque cuando llegue te voy a matar”.

No pudo dormir en toda la noche. El tormento de escalofríos lo llevaron a reflexionar sobre su situación antes de acostarse con su vecina. Había llevado su vida sin preocupaciones: sin emociones, pero tranquila después de todo. Por darse aires de Don Juan iba a perder el pellejo. Si hubiera escuchado a su madre, no estaría degustando aquel cáliz amargo. En momentos como estos se le antojaba creer que las madres siempre tienen la razón.

viernes, 1 de agosto de 2008

Si Dios existe… ¿Por qué se permite la injusticia en el mundo?



“El que está arriba es un sádico que se goza viendo cómo sufre el hombre.”
Al Pacino en El abogado del Diablo.

¿Cómo Dios puede dejar impune tanta maldad? La respuesta es: Porque Dios ama a la humanidad. Si: Dios tarda en castigar a los malos porque espera, con paciencia infinita, con amor de Padre, que el hombre se de cuenta de su error y pida perdón. Y Dios, que no alberga rencor en su corazón, concede perdón a todo aquel que se lo pida.

Puede ser difícil de creer esto, lo sé. Yo les propongo el siguiente caso: Un rey tenía dos sirvientes, que por deudas iban a ser ejecutados. Uno le debía cien talentos; el otro quinientos talentos. Pero a ambos los absuelve. ¿Quién le estará más agradecido a su rey? Aquel a quien le perdonó más. Jesucristo proclamaba: “Aquel a quien se le perdone más, más ama.” Lo mismo sucede con el Hombre: ese que en un primer momento abusaba de su prójimo, cuando abra los ojos, y se de cuenta de su falta, su pesar lo hará desistir de sus errores. Entonces otro santo habrá nacido.

Sólo quienes se han equivocado demasiado, saben que la naturaleza del hombre tiende al error. Nadie. Nadie es lo suficientemente justo como para juzgar a su hermano. Y ese es otro defecto que tenemos. Nos gusta exigir el castigo para los demás porque creemos que nosotros somos inocentes. No seremos criminales ni corruptos. Pero lastimamos, mentimos, ilusionamos, engañamos o nos aprovechamos de cuantos podemos. Sin embargo afirmamos que somos inocentes. Habría que ponerse a meditar a cuántas personas hemos hecho daño, de lo contrario siempre creeremos que los demás sí merecen una pena, y nosotros no.

Por otro lado aquellos que en el pasado hicieron mucho mal, reconocen que son nadie para condenar a quienes caen ahora. Aceptan con paciencia que si lastimaron, nada pueden reclamar a quienes los lastimaran. No acogen venganza en su corazón sino pena por sus malhechores.

La triste realidad es que el Hombre no sabe perdonar. Si alguien lo ofende, exige inmediato desagravio, al precio que sea. Dios por el contrario, que es consciente de las imperfecciones del hombre, no cede a la ira, sino lo mira con amor, por que sabe que esa persona vive en error, vive engañado. El hombre malo antes de perder a los otros, se pierde a sí mismo. Y Dios, como Buen Padre, está a la espera de nuestro regreso a su lado. Y no nos jala hacia él, sino que espera nuestra voluntad, aunque le tome cien años.

¿Qué sería del hombre si Dios sancionara nuestras atrocidades o crímenes de inmediato? ¿Qué pasaría si Dios cediera a la ira inmediata y no nos diera chance de rectificar nuestros caminos? ¿Realmente el hombre tiene derecho a juzgar a los demás? ¿Realmente el hombre es tan inocente como cree?