Habían nacido dos becerros de la misma vaca. Ni bien hubieron pisado el mundo, ambos mugieron enérgicamente, como haciéndose conocer de buena gana.
Desafortunadamente no tardaron en ser separados. Uno se quedó donde había nacido, con los campesinos, bajo las estrellas y junto al sol. Mientras tanto, el otro fue llevado a la ciudad por unos señores tan serios como apurados. Vestían de etiqueta. Daba la impresión que aquellos hombres se interesaban más en regatear el precio que en adquirir al animal.
Así, ambos hermanos no supieron del otro desde entonces.
Muchos años después, sin embargo, las circunstancias los unieron en un ruedo.
Por aquellos tiempos los diarios anunciaban la invención de maquinas inteligentes de arado que trabajaban por sí solas; así también se publicaba el descubrimiento de carne a base de plantas, que aseguraba el gusto por la ingeniería en los niños que la ingieran. Con todo ello, se vieron innecesarios los bueyes y las vacas.
Al Presidente de la República se le ocurrió, entonces, construir una plaza de toros.
Allí se celebrarían, para deleite de quienes pudieran pagar, enfrentamientos entre los rumiantes. Precisamente allí habían sido conducidos los hermanos. Pero no podían reconocerse. Y ambos no pensaban más que en eliminar a su oponente.
Ya llevaban mucho tiempo luchando. Y ya estaban sangrando, pero al público parecía no importarle. Estaban tan entretenidos calculando los beneficios que sus inversiones les redituarían; así como pensando en qué podían volverlos a invertir, que no tenían tiempo para interesarse en los dolores de quienes los habían alimentado con su carne a ellos y a sus hijos.
Finalmente, de manera inesperada, y para complacencia de la concurrencia, ambos se desplomaron sobre el ruedo, con sus cuernos clavados en el cuerpo del hermano.
Asimismo, hombres peruanos, hace dos décadas, hermanos contra hermanos nos vimos enfrentados. No nos habían puesto más objetivo que eliminar al otro para sobrevivir nosotros. La población peruana fue enrolada en una lucha irracional fomentada por los poderosos. Mientras nos liquidábamos, otros nos contemplaban a distancia.
Desafortunadamente no tardaron en ser separados. Uno se quedó donde había nacido, con los campesinos, bajo las estrellas y junto al sol. Mientras tanto, el otro fue llevado a la ciudad por unos señores tan serios como apurados. Vestían de etiqueta. Daba la impresión que aquellos hombres se interesaban más en regatear el precio que en adquirir al animal.
Así, ambos hermanos no supieron del otro desde entonces.
Muchos años después, sin embargo, las circunstancias los unieron en un ruedo.
Por aquellos tiempos los diarios anunciaban la invención de maquinas inteligentes de arado que trabajaban por sí solas; así también se publicaba el descubrimiento de carne a base de plantas, que aseguraba el gusto por la ingeniería en los niños que la ingieran. Con todo ello, se vieron innecesarios los bueyes y las vacas.
Al Presidente de la República se le ocurrió, entonces, construir una plaza de toros.
Allí se celebrarían, para deleite de quienes pudieran pagar, enfrentamientos entre los rumiantes. Precisamente allí habían sido conducidos los hermanos. Pero no podían reconocerse. Y ambos no pensaban más que en eliminar a su oponente.
Ya llevaban mucho tiempo luchando. Y ya estaban sangrando, pero al público parecía no importarle. Estaban tan entretenidos calculando los beneficios que sus inversiones les redituarían; así como pensando en qué podían volverlos a invertir, que no tenían tiempo para interesarse en los dolores de quienes los habían alimentado con su carne a ellos y a sus hijos.
Finalmente, de manera inesperada, y para complacencia de la concurrencia, ambos se desplomaron sobre el ruedo, con sus cuernos clavados en el cuerpo del hermano.
Asimismo, hombres peruanos, hace dos décadas, hermanos contra hermanos nos vimos enfrentados. No nos habían puesto más objetivo que eliminar al otro para sobrevivir nosotros. La población peruana fue enrolada en una lucha irracional fomentada por los poderosos. Mientras nos liquidábamos, otros nos contemplaban a distancia.
Por un lado, las fuerzas armadas, enardecidas y adoctrinadas en la constitución, salían a someter a quienes atenten contra la integridad y la democracia de la patria. Por otro lado, los campesinos, testigos y sobrevivientes de un centralismo indiferente veían en sus hermanos uniformados a un peñasco que les impedía conseguir justicia; un peñasco del que sólo se desharían desabarrancándolo.