sábado, 19 de julio de 2008

CLAUDIA

Era inevitable. Claudia Alvarado sentía perder el control de sí misma cada vez que pasaba Fernando Larrañaga. Estudiaban en el mismo salón, pero él no le había hablado jamás. Si bien ella veía cruel e injusta la indiferencia con que la trataba, encontraba, por otra parte, en aquel desinterés, su más desafiante atractivo. La frustraba el hecho de saberse codiciada por todos los hombres de la promoción, pero dejada de lado por aquel en quien se interesaba.

Gabriel Asto, por su parte, no dejaba pasar ni un día sin pensar en Claudia. Vivían en la misma calle; se conocieron cuando eran niños, y habían sido compañeros de salón desde primaria. Desconocedora de lo que él sentía hacia ella, Claudia no era, pero no se había permitido verlo más que como amigo para no estropear con una relación su amistad.

Julia, la madre de Gabriel, estaba también al tanto del amor no correspondido de su hijo. Por momentos se conmiseraba de su desdicha. Y muchas veces había tratado de disuadirlo de su idilio. Sin embargo, desoyendo las sugerencias de su madre, Gabriel confiaba que, tarde o temprano, Claudia sucumbiría a los encantos de su apasionada perseverancia.

Claudia no negaba que determinación y paciencia fueran atributos ajenos a Gabriel. Disfrutaba estando a su lado. Le gustaba que la hiciera reír. Exudaba confianza en sí mismo y ello la había reconfortado en muchas ocasiones. Pero ni en lo más remoto de su corazón se le ocurriría pensar que aquella seguridad podría convertirse en amor. No era la esquelética presencia de Gabriel lo que la desalentaba, ni su aspecto de abandono de gato techero lo que le impedía aceptarlo; sólo que en ese momento su pasión desmedida por Fernando Larrañaga no le hacía considerar más pretendientes que él.

Una tarde, en una reunión de amigas, le revelaron a Claudia sobre el interés de Fernando, solo que él no sabía cómo acercársele. Fueron las amigas las encargadas de orquestar el encuentro. Acordaron que aquel día que Fernando acompañaría a Claudia a su casa, ellas se encargarían de entretener a Gabriel. Pero, a la hora de la verdad, Fernando sufrió un acceso de timidez, y a último minuto decidió que mejor la acompañaba otro día. Cuando Claudia salía del colegio, era Gabriel quien la esperaba sonriente en la puerta. Se había enterado del ardid por la mañana, había burlado la vigilancia de las amigas, y había ayudado a escapar a Fernando. “No te preocupes, hermano: siempre pasa; para otro día será”, lo había alentado mientras lo palmeaba en el hombro. Claudia, por su parte, tomó la indisposición como un comprensible contratiempo de último momento, no como falta de decisión.

Se arreglaron otros encuentros. A todos declinaba Fernando a último momento. Y siempre estaba allí Gabriel para ayudarlo a salir. La verdad era que tantos contratiempos de último minuto a Claudia ya le parecían sospechosos. Después de tanto esperar, resolvió que Fernando Larrañaga había sido sólo una ridícula fantasía en su vida. La idealización con que lo había exaltado se desmoronó por la pusilanimidad que él demostraba. Terminó por desalojarlo sin drama de su corazón.

Para la inauguración de los juegos florales se decidió que un alumno de la promoción saliente apertura el evento con un poema. Ante la sorpresa de todos, Gabriel se ofreció voluntario. Le recordaron que asistiría el mismo alcalde, y que cualquier error sería sancionado por el director en persona. Sereno, Gabriel reafirmó su decisión al profesor, ante las miradas de asombro y el murmullo de los celosos.

A pedido de los profesores, le pidieron también que inicie la ceremonia con un discurso de bienvenida al alcalde. El día del evento, bajo el esplendor del mediodía, todo el colegio se apagó en un silencio de estupor, porque no esperaban que aquel sapo alargado exhalara tanto dominio de escena como autoridad sobre las masas. Casi terminaba de declamar sus versos altisonantes, cuando Claudia comprendió que era él a quien ella deseaba. Sonreía extasiada, porque la sedujeron la distinción y la fuerza con que él hablaba.