sábado, 16 de agosto de 2008

Error y amarguras

Su madre se lo había advertido: “Cuídate de hacer el mal o te vas a pesar por ello”.

Era domingo, aún muy temprano, pero Pablo Viera, como un condenado esperando su ejecución, no pudo conciliar el sueño en toda la noche. Fueron las horas más angustiantes de su vida.

Aunque no tenía siquiera treinta años, los estragos de una vida agitada y concupiscente ya enturbiaban su semblante. Parado frente al espejo del baño, contemplaba, asqueado, la degeneración que su reflejo le devolvía. La vigilia de preocupaciones le había amargado el ánimo. Se encontraba en un lío. Y no había más responsable que él, lo admitía.

Sucede que hace cuatro meses que se estaba acostando con Celeste Montalván, una cuarentona desposada con un matarife tan suspicaz como inescrupuloso. Vendía fruta en el mercado para ayudar a solventar los gastos domésticos. Su marido, un diabético cincuentón y cascarrabias, hace tiempo que no le cumplía como hombre. Su régimen de trabajo le permitía permanecer tres días con la esposa para luego viajar a provincia y no regresar hasta la siguiente semana. Por ello, consciente de la deslumbrante vigencia de su mujer, tuvo muy presente resguardarla de los buitres en su ausencia, y qué mejor que encomendarla a sus hermanos, pues en la vida se le iba a ocurrir que eran ellos los primeros en intentar “adornarlo”.

Un día que Lorenzo Alvarado, el marido de Celeste, se encontraba en casa tratando de componer una radio, sin querer, produjo un cortocircuito. Entonces llamó a un electricista. Ya que no tenía cómo pagarle, acordaron que se quedara a almorzar en casa. Al término de la comida, Celeste había quedado fascinada. Aquella calculada indiferencia a la que se vio sometida durante la conversación hizo renacer en ella el sentido del desafío. Ya se retiraba el menestral cuando Lorenzo le pidió a su mujer que lo acompañe a la puerta. “No nos ha dicho su nombre” lo tentó camino a la salida. “Pablo, Pablo viera” respondió él. “Bueno, Pablo, ya conoce la casa” le susurró ella.

Su madre lo había visto salir de aquel lugar. Conocía de sobra la sumisión que aquella mujer ejercía sobre los hombres. Aunque no sospechaba de su hijo, la inquietud empañó su corazón. “Esa mujer puede ser hermosa, pero sus pasos corren a la perdición. Se te puede insinuar, pero recuerda que es casada”. Siempre sucedía así. Cuando Pablo tenía un embrollo en mente, su madre, al verlo tan ensimismado, le alcanzaba alguna anécdota que a veces lo disuadía de sus tentativas. Era como si le leyera la mente. Ese fenómeno sólo podía explicarse como una manifestación del Espíritu Santo presente en su madre.

Aprovechando la ausencia del marido. Pablo acudía a la casa para inspeccionar las instalaciones y no salía hasta muy entrada la noche. Tantas visitas despertaban la envidia de los vecinos y la indignación de las señoras.

Para cuando se dieron cuenta, los amantes estaban en boca de todo mundo. Mal pagarían su travesura. Cuando Lorenzo se enteró de la traición, canceló sus compromisos con una empresa prometedora y tomó el primer bus de regreso. Tenía pensado desamparar a la felona en un divorcio devastador. En cuanto al atrevido, no veía mejor castigo que un duelo de navajas.

Pablo no calculó la envergadura de las consecuencias que su insolencia le acarrearía. Su madre lo había prevenido de enrolarse con mujeres casadas. Como si no fuera suficiente con su arrepentimiento, recibió una llamada que terminó por desconcertarlo. Era el marido burlado: “Quiero que estés listo, porque cuando llegue te voy a matar”.

No pudo dormir en toda la noche. El tormento de escalofríos lo llevaron a reflexionar sobre su situación antes de acostarse con su vecina. Había llevado su vida sin preocupaciones: sin emociones, pero tranquila después de todo. Por darse aires de Don Juan iba a perder el pellejo. Si hubiera escuchado a su madre, no estaría degustando aquel cáliz amargo. En momentos como estos se le antojaba creer que las madres siempre tienen la razón.

1 comentario:

Esteban Ramon dijo...

Eso se llama ser pendejo. Los pendejos y cabros deben morir, o lo que es lo mismo, vivir con esa angustia de persecución.

Chini, a decir verdad cada vez te noto menos de este mundo, como si quisieras entrar a otro lado, como si caminaras en otro carril, te siento alejado tío. Escribes para distanciarte de la gente.