domingo, 27 de abril de 2008

¿Lo bueno de lo malo?

Hace tiempo mi mamá me contaba la historia de una joven que compartía sus decepciones con su madre. Sucede que mientras la muchacha se deshacía en un mar de reclamos, la madre la escuchaba impasible al tiempo que preparaba una torta. De cuando en cuando la madre la interrumpía diciéndole “toma, come la harina” o “aquí tienes el azúcar, sírvete un poco mientras esperamos a que la torta esté lista” a lo que la indignada hija respondía “mami, ¿cómo crees? Yo no como harina”. Sin embargo, cuando la torta estuvo lista, la hija olvidó sus penas y se deleitaba con el pastel que su mamá había horneado. Entonces la madre tomó la palabra y le hizo recordar a su hija con qué desagrado se negó a comer la harina, pero también le hizo notar cuán feliz era comiendo la torta (que incluía la harina). Lo mismo sucede con nuestros problemas momentáneos, por separado no tienen sentido; pero solo cuando han pasado los años y hemos probado suficientes adversidades, vemos que gracias a ellos somos fuertes y hemos madurado. Y que sólo en ese mágico instante todo toma sentido para satisfacción nuestra.

Sin embargo el asunto no queda allí. Porque no basta con soportar los problemas con paciencia, sino vivirlos con pasión, ya que incluso de nuestras frustraciones valoradas nos sentiremos orgullosos cuando hayamos llegado a la cima elegida. Me explico, hay quines se trazan metas en la vida, pero van tan absortos con la idea de cristalizarlas que no disfrutan del proceso de consecución. Cuando alcanzan sus sueños y miran atrás no sienten más que frío en el alma, el terror de haber corrido con los ojos vendados sin haberse tomado un descanso para contemplar el tono del cielo. Pero quien vive cada contratiempo al máximo, no los concibe como peñascos en su camino, sino peldaños que subidos con paciencia lo van elevando y acercando a las puertas del mundo. Por ello, cuando haya alcanzado las estrellas y mire su pasado no verá otra cosa que a sí mismo venciendo con denuedo cada obstáculo y aprendiendo en el camino invaluables experiencias. Entonces toda congoja quedará compensada con creces por la satisfacción de haber creído que se podía conseguir. Y, en efecto, lo consiguió.

Los problemas, ya sean enfermedades, limitaciones o decepciones, constituyen las piezas infaltables del tablero llamado vida. Hemos aprendido que los problemas nos hacen fuertes; hemos concluído también que deben ser asumidos con coraje y aprender de ellos para dar sentido a nuestra existencia. Ahora les propongo un tema tratado por Thomas Mann en su obra cumbre La montaña mágica: la necesaria caducidad del cuerpo para el afloramiento del espíritu. Nosotros como jóvenes somos soberbios, hasta que el cuerpo comienza a fallarnos. Porque solo ahí, cuando las fuerzas nos abandonan como causa del paso de los años o de algún mal, tomamos conciencia de que hemos ofendido a nuestro hermano. Es como si el sustento corpóreo de nuestra arrogancia se viniera abajo y en su estrepitosa y repentina caída llevara consigo nuestro orgullo. Entonces aprendemos a pedir perdón, o salimos a la calle a intentar enmendar muchas décadas de abusos con un día de buena voluntad en el intento desesperado de dejar una huella intachable en la memoria de los hombres. Será que sabemos que podemos tener los días contados y que necesitamos hacer las paces con nuestro prójimo. Entonces ni siquiera las dolencias físicas, cuando concientizan y hacen casi perfecto al hombre, están en vano en este mundo.

En verdad les digo, que no importa lo que nos espere a la vuelta de la esquina, sino la actitud que adopte nuestro carácter: el de un sosegado optimismo de que siempre se puede florecer si uno quiere, incluso en el tremedal de las dificultades.

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